Los fósforos del pasado.

La otra vez, encontré en unos estantes una cajita de fósforos, escondidas entre la tristeza y oscuridad de ese altillo que puebla las alturas de mi casa, allá donde el sol no quiere llegar ni yo investigar que va quedando ahí del pasado. El domingo fue la excepción, estaba con mi familia, mi esposa e hijos y decidí visitar el altillo, supuse que quería pensar ahí, pero la curiosidad por ver las reliquias de mi madre le ganaron a la paz de simplemente contemplar esa zona vedada de mi casa.

Desparramé los fosforitos en una mesa llena de polvo, y empecé a armar a un individuo. Le adjudiqué piernitas firmes, corté fósforos a la mitad y formé sus pies, le puse manos y facciones, quería diseñarme en otra materia, y la de hacerlo con las maderitas de un fósforo se me hacía bastante simpático.
Estuve horas y días formándome en el altillo, sentado en el piso encima de una colcha que usaba mi madre para abrigarme los días de frío en la casa del campo, cuando sus abrazos y el resplandor del fuego de la estufa me cuidaban del mundo, y podía disfrutar de la Dicha en paz de las cosas que están bien, que (por suerte) en mi memoria van a estar siempre bien.

Pasó mucho tiempo para que volviera a bajar a disfrutar el domingo con mi familia, pasaron meses y épocas, y cada día mi individuo idéntico a mi persona cobraba más vida, más personalidad y una singularidad que (suponía) a mi me definía.
Ya no tenía tiempo para nadie, ni para elementos externos que pudieran conmoverme, tanto de mi seres queridos como de mis días en la casa de la playa con ellos, necesitaba dedicar todo el tiempo posible a crearme perfecto, tal como me veía en el espejo cada mañana antes de ingresar en el altillo.
Había una cuestión insaciable por continuar, por seguir diseñandome, solucionando enigmas de mi persona, tanto física como mental, de como me veía el resto y como me veía yo. Descubría actitudes mías a medida que me observaba,  me maravillaba descubrirme y plasmarlo a través de la caja con cientos de fosforitos. Definitivamente había descubierto algo que no podía parar de hacerlo y me llenaba, me hacía sentir seguro.

No sé a que hora de la tarde fue, si es que fue la tarde (ya no tenía una noción correcta de la hora) comencé a darme cuenta de mi error: de tanto tiempo que dediqué a mirarme a mi mismo y a medirme tanto, me olvidé de ver a los demás, de entenderlos y obsérvalos, de descubrirlos a ellos. No estoy hablando de una cuestión puramente superficial de sentirme el ombligo del mundo y creerme importante, si no del hecho tan básico de adentrarse tanto en el abismo de lo que uno hace y es, para olvidarme de que los demás tan bien son un abismo, y si son buenos pozos en los que asomar, no está tan mal despojarse un rato de uno, dejar de ametrallar el cerebro con ideas y vivirse a través de los demás.

Pasaron meses para recepcionar mi propia reflexión, pero cuando lo hice, ya no era domingo, y mis hijos ya eran grandes y habían entendido sus propias verdades, en tanto mi esposa, enigmática como ninguna, me estaba esperando con una sonrisa perspicaz en uno de los sofás del living, con esa actitud magnifica solo capaz de ella de entender tantas cosas y comprenderlas, y mirarme fijo y convencerme de que ella entendió todo el tiempo que estuve en el altillo, que su mente procesaba los minutos y los días, y no importaba, porque siempre hay algo más elevado detrás de cada pared con tantas preguntas, y a veces es cuestión de perspectiva. De simplemente pararse de un lado del firmamento y ver las cosas con pensamiento lateral, y dejar de correr por caminos arrinconados buscando preguntas sin respuesta.

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